Cada esquina de esta región italiana tiene buen gusto para todo. Puede manejar asuntos de historia con soltura o bien, temas paisajísticos con tal talento que  logra en cada instante representarse fielmente a sí misma. Pero encontrar los momentos precisos de la Toscana también requiere su propio arte.
Cinco de la mañana en la región de Crete Senesi. El cielo claro y el intenso murmullo de cientos de aves dejan claro que el sol estaba por aparecer. El coche lo deje en una esquina de la carretera y he caminado un largo rato a oscuras por un camino -guiado por decenas de cipreses- para situarme frente a una de aquellas sinuosas colinas de arcilla de la región. La experiencia de buscar estos rincones durante una semana de viaje por la Toscana no me dejan espacio para dudar del excelente amanecer que me espera: la neblina, los campos de trigo y una vieja casona toscana son ingredientes que suenan a buena imagen.
            Ese click de mi cámara busca tímidamente asemejarse a una imagen de todas aquellas que he visto hasta la saciedad en mi vida, esas mismas que aparecen de forma automática en mi cabeza cuando pienso en la Toscana, ya sean provenientes de fotos impecables, reportajes, de escenas de poéticos filmes italianos o del trabajo de los maestros pictóricos italianos.  Sin embargo, esa manía por intentar acercarme visualmente a todo ese bagaje que llevaba en mi equipaje visual logro trasladarme a un viaje muy propio por la región, una idea que me quedo muy clara en un mensaje enviado vía grafiti que encontré en Siena: “la poesía proviene de la obsesión”.
Rascacielos medievales
Primer día: vuelo retrasado un par de horas y conducir en una moderna autopista aunado con el empuje de la velocidad que en Italia gusta llevar en ellas no es la mejor forma de entrar a esta región. Conforme perdía reiteradamente la salida correcta en las intersecciones y veía con cierto pasmo que las señales de límites de velocidad no reciben gran respeto; me quedaban un poco lejos aquellas imágenes idílicas de la Toscana, asunto que corregí pronto tomando la siguiente salida a cualquier carretera secundaria que no tuviera más de dos carriles, uno por sentido, y que contara con el gesto de hacerme pasar uno por uno todos aquellos pueblos a los que no les corre nunca ninguna prisa.
            La suerte pronto estuvo de mi lado ya que aquél camino elegido al azar me comunicaba que en poco más de una hora de camino –yo venía desde Pisa-, me encontraría con San Gimignano, uno de los pueblos más llamativos del valle de Elsa. El paisaje que se asomo en la última curva antes de llegar a esta ciudad corroboraban cualquier anotación exagerada de la guía de viajes que llevaba como acompañante: viñedos, campos de olivos y de fondo aquella gran población medieval con las 13 torres que perviven representando las 72 que se erigieron durante los siglos XI y XIII, la primera Manhattan de la historia.
Una vez paseando entre sus callejuelas el acoso no cesa, ya sea dentro de la Collegiata, una catedral románica que atesora frescos con 800 años de vida, o en el Palazzo Comunale, con su pequeña pinacoteca con obras de Lippi, di Bartolo o Gozzoli, aunque también hay sitio para el arte contemporáneo de Ai Weiwei, Mataz Nasr o Michelangelo Pistoletto en la Galleria Continua, localizada a pocos pasos de la Piazza della Cisterna, donde es muy normal buscar una terraza para acompañar el momento medieval con algún buen café italiano o con algún vino de la región, mientras se calcula la ruta con rumbo a Monterrigione, una población amurallada a pocos kilómetros de distancia desde la cuál se puede observar el territorio donde alguna vez cruzara la Vía Francígena, la ruta comercial entre Florencia y Roma, o ver desde alguna de las torres de la propia muralla, el abismo infernal, tal y como Dante lo hizo aquí mismo y lo dejo plasmado en el canto del Inferno.
            Aunque también se puede optar por no subir a ninguna torre y continuar la vida de turista aprovechando otro café u otro vino en su plaza principal, la Piazza Roma, con vistas a construcciones románicas y otras de corte renacentista, eso sí, con constantes oleadas de turistas que también quieren ser parte de esta historia.

Sur de la Toscana
En una gasolinera donde las pláticas no van más allá de número de litros y si paga uno con tarjeta o en efectivo, y si a la cuenta final le queremos agregar un par de paquetes de chicles, logre organizar la segunda parte de mi periplo por la zona. Nimo, un fotógrafo italiano al que no pude preguntar nunca su nombre original ya que su interminable receta de sitios por visitar no dio oportunidad, me dejo algo claro: “ahora mismo tomas el coche y sin parar dirígete al valle de Orcia. Cuando el paisaje y la luz te enamoren, sabrás que has llegado”.
            Tome camino desde aquella improvisada oficina de asuntos turísticos con rumbo al sur, más allá de Siena -ya tendría tiempo para visitar esa ciudad que todo mundo no se cansa en recomendar-, esperando el momento que Nimo había vaticinado. Cuando las colinas cultivadas de trigo eran atravesadas por caminos que se integraban de forma estética al propio paisaje, y antiguas casonas rurales se repetían una y otra vez en una especie de carnaval paisajístico, entendí que me encontraba en la tierra que Nimo me había prometido. Un paraíso donde los coches se conducen de forma irresponsable ya que los ojos están ocupados en mirar el paisaje y preocuparse poco por asuntos de seguridad.
Fue en Pienza donde encontré un pequeño hotel familiar que no ceso nunca en alimentarme excesiva pero satisfactoriamente, como cualquier abuela italiana lo hubiera hecho –nunca pensé en dejar algo en el plato sólo por pensar en el gesto que podría poner aquella mujer de sendos rasgos italianos-, y donde me di cuenta que la obsesión por el paisaje comenzaba a invadir mi interior.     
Obsesión o necesidad, lo que fuera, me llevo a recorrer el valle desde tempranas horas, cuando ni los propios agricultores de la región estaban despertando, hasta los últimos momentos de luz. Cinco días donde alterne rutas a pie buscando aquella combinación de luz y espacio, en los alrededores del propio Pienza, sobre todo la ruta conocía como “latte di luna”, un camino que atraviesa aquel paisaje toscano con seis kilómetros de extensión con destino a Monticchiello, y donde según dicen los expertos en el andar, se debería concluir en poco más de dos horas. Pero esos datos no toman en cuenta que digerir todo el paisaje que se camina no es tarea sencilla, además de que la cámara no cesa de escanearlo todo y donde cada pequeña colina invita a sentarse para hacer una inmersión en el momento, o abrir la mochila y sacar aquella focaccia que acompañara el vino adquirido en alguna pequeña bodega de la región. En realidad, se trata de cuatro gustosas horas.
Pero también existen caminos para los amantes de los viajes en carretera a través de rutas que comunican los pueblos de la zona, todos ellos cargados de mucha historia, montones de rincones para dejar volar la vista y también bares y pequeños locales vecinos de pequeñas plazoletas decoradas con un ambiente genuino que sabe con mucha soltura, persistir al embate de aquellos autobuses turísticos que los visitan diariamente.
            Aquella necedad por el paisaje logro que me envolviera de la vida natural del propio valle, algo que los pintores renacentistas de la escuela sienesa ya habían vivido en su propia piel. Y aquellas carretas-escenario fueron mis grandes aliadas, sobre todo las que comunican San Quirico D´Orcia con Bagno Vignoni, o la propia Pienza con Radicofani o Montepulciano con Montalcino. Al recorrerlas en varías ocasiones en los cuatro días que viaje por el valle de Orcia comprendí que los caminos en la Toscana son en sí ya una meta del viaje.
Pero el asunto no es tan sencillo. Además cada una de estas pequeñas ciudades del valle son pequeños cosmos de placer, desde las aguas termales de Bagno Vignoni utilizadas desde tiempos romanos, hasta el centro histórico de Pienza, añadido en la lista de la UNESCO como Patrimonio Mundial de la Humanidad, pensada como una ciudad ideal bajo los auspicios del papa Pio II; o el mundo vitivinícola en las enotecas de Montalcino con su famoso Brunello o Montepulciano, la población más grande de la región y dónde el mundo de la arquitectura renacentista se ha sumado con gusto al pasado gótico, algo que la saga de Crepúsculo aprovecho en uno de sus filmes. Tomando un clásico Vino Nobile de la ciudad y acompañado por el mesero que tomo asiento en mi mesa preso de la emoción, fue como me entere que por estas calles, durante poco más de un par de días, camino Edward Cullen y Bella Swan. Paolo, aquel mesero, se sirvió un poco de Nobile y brindo conmigo por ello, aunque yo, sin decir nada, lo hice por el placer de poder ser yo el que paseara por este rincón italiano.
Preparando el Palio
Café Nannini a las 8 de la mañana de un día cualquiera. El mundo real gira al sol pero en Siena se hace en torno a Piazza del Campo, algo que viene bien cuando uno se pierde en el periplo de callejones medievales de la ciudad: siempre se desemboca en ella sin duda alguna. Pero mi brújula esta aún más atontada en esta telaraña urbana y me ha traído a este café, uno de los clásicos de la ciudad donde es imposible ser congruente con las cantidades de pasteles, panes y cafés que uno pedirá una y otra vez en la barra: las pastas cenci –fritas y dulces-, o el panforte y el pan de almendras –ricciarelli- son sólo algunas de las delicatesen de las que debe uno abastecerse antes de partir hacía aquel mundo de Siena atiborrado de museos a los que se llega paseando entre edificios de factura gótica impecable, los que a su vez crean espacios para la vida normal de una ciudad que no sabe si es eso, un núcleo urbano o una extensión de la Toscana rural, un gran museo o una ciudad común y corriente pero con un trasfondo histórico envidiable.
Aquel embate gastronómico lo tuve que detener cuando el sonido de fuertes tambores y enormes banderas paseaban por lo que hace pocos momentos era una tranquila ventana en una mañana placida de un antiguo café. Mi idea era ver aquella escena y dejarla pasar, pero la mirada de Nimo era otra: aquél fotógrafo de la gasolinera volvía a aparecer en mi viaje y me invitaba con un sencillo gesto a acompañar a toda aquella gente.
            Entre un italiano que comprendía a medias y que además era interrumpido por aquellos fuertes tamborazos iba entendiendo de que trataba todo esto, una idea que fue tomando más forma conforme paseaba con ellos por media ciudad: me encontraba en los preparativos del siguiente Palio, con la gente de una de las 16 contrades de Siena, que no son otra cosa que una zona, un barrio de la ciudad; dos veces año (2 de julio y 16 de agosto) cada contrade se prepara durante semanas para enfrentarse en la Piazza del Campo, con 300,000 personas como espectadores asomadas desde cualquier rincón más insospechado, en una carrera de caballos en la que participaran solo 10 contrades y que no durara más de 90 segundos; en el Palio gana el primer caballo que haya cumplido tres vueltas a la plaza, no importa si lleva jinete o no, lo importante es que el animal cargue en su frente la escarapela con los colores del barrio.
Cuando Nimo vio que el asunto quedaba más que explicado, me llevo frente a la torre de Mangia, el campanario del Palazzo Comunale, para que observara desde lo alto toda Siena, una de las ciudades góticas más bellas de Italia. Del mundo, hubiera aclarado tal vez aquel fotógrafo convertido en mi guía personal de la Toscana si hubiera expresado mi idea.
             Ya era mediodía y la ciudad desplegaba una agenda con muchas cosas por hacer: la catedral de Siena, un singular edificio construido entre 1215 y 1263 por Giovanni Pisano, cuya fachada principal es considerada una de las obras maestras del gótico italiano y el complejo de museos Santa Maria della Scala, compuesto por el Museo Arqueológico, el Museo de Arte para niños y el Centro de Arte Contemporáneo. Y para llenar aún más la actividad por la ciudad, Nimo sumaba una visita al arte pictórico de la escuela sienesa en la Pinacoteca Nazionale. Al final vendría el premio a tanto trabajo forzado de turista en las antiguas mazmorras y almacén de municiones de lo que fuera una fortaleza de los Medici. Hoy las balas y los barrotes han dado espacio a más de 1500 etiquetas de vinos italianos. El nombre no esta muy rebuscado: Enoteca Italiana.
Al interior del paisaje
Al sur de Siena se encuentra ese lugar visitado obcecadamente  por fotógrafos y pintores. En la última década, seguro más de los primeros. Se dice que en la región hay poca población, por lo que no seria aventurado decir que cualquier persona que se cruce en el camino seguramente tiene que ver con el mundo de la imagen. Se trata de Crete Senesi, arcilla de Siena es su significado, y es literal.
            De hecho aquella arcilla dando formas caprichosas al paisaje es lo que hace tan suculento aquel paisaje. Por eso aquellos artistas no pueden vivir en paz aquí: la luz cambia con la hora el día y con la estación del año, lo que provoca aparentemente que se creen nuevos escenarios a un ritmo imparable. Existe una carretera que comienza a los pies del Castello delle Serre, en la población de Serre di Rapolano y deambula por las colinas arcillosas con rumbo al sur hasta llegar a Pienza.
La ruta atraviesa Asciano –una población de agricultores que permite respirar una Toscana en esencia- y en el que se puede comer rana en diversas propuestas gastronómicas en su peculiar festival de la Sagra della Ranocchia en el mes de junio de cada año. Se coman o no ranas, a partir de aquí comienzan a aparecer problemas dulces en el camino. Para llegar a la siguiente población hay dos rutas, una se pasea entre campos de olivos y antiguas casonas y el otro opta por pasear desde lo alto de las colinas con la idea de asomarse de cara al paisaje. Yo elegí ambos, gracias al consejo de Brunetta, una ciclista de 60 años que pasaba por la intersección: “Estos paisajes están aquí para deleitarse. Aprovéchalos todos”, comento mientras la veía integrarse en esta fotografía en vivo que me hacía sentir todo este entorno.
            La primera opción también me llevo a la Abadía de Monte Oliveto Maggiore, donde existe una biblioteca creada en 1515 y que atrae a estudiosos en el tema de medicina y hierbas.  Más adelante se encuentra San Giovanni d´Asso, justo donde se unen los dos caminos y donde se encuentra un museo dedicado a la trufa, la cuál puede ser disfrutada en el poblado de Montisi bajo los efectos encantadores de la cocina de uno de los grandes cocineros de Italia, el chef Roberto Crocenzi, a quién no le gusta saber nada de productos congelados ni modernos hornos.
La ruta sigue de forma natural con rumbo al sur hasta llegar a Pienza en poco menos de media hora. Pero recordando las palabras de aquella mujer ciclista, pase la noche en el propio San Giovanni d´Asso con la idea de comenzar a recorrer a pie ese enorme lienzo toscano para aprovecharlos paso a paso. A las cinco de la mañana el cielo comenzaba a aclarar y aquellas sinuosas colinas de arcilla comenzaban a pintarse con la luz del sol. La neblina tomaba su sitio junto a hileras de cipreses bajo una aparente coreografía ensayada durante siglos. Tenía frente a mi aquel paisaje toscano que tantas veces había disfrutado en cientos de fotografías y decenas de pinturas. Pero hoy había algo distinto en él: yo era parte de ese momento. Fue un click especial.

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