Este es uno de los trabajos que más he disfrutado en mis más de 25 años como fotógrafo. Fue un viaje de tres días, donde me dolió cada parte de mi cuerpo a lo largo de los casi 40 kilómetros que caminamos. Pero también dolían los músculos de la sonrisa, sí, hubo bastantes.
Así se publicó mi reportaje en National Geographic Latinoamérica:
Texto
En territorio trashumante durante tres días

Miles de kilómetros comprenden una red de caminos de trashumancia en la península ibérica. Son rutas con cientos de años de historia. Yo caminé tres días -poco más de 40 kms-, lo necesario para conocer este trozo de vida español.

Eduardo puede hacer cimbrar no sólo a sus 1200 ovejas. Es capaz incluso de cambiar de sitio a los árboles con gritar un par de veces. Cada vez que lo hace, su rebaño tiene claro que lo mejor será obedecer a las indicaciones. Y si dudan, está Mieli, una perra pastora que conoce muy bien su trabajo. Y en medio de todo eso, estoy yo, un citadino experimentando la vida trashumante, por unos días solamente. Los suficientes, dicen mis pies.

            Son las 8:45 am del segundo día del recorrido. Vamos aún caminando bajo la sombra que pronto desaparecerá. Ya todos sabemos que en pocos momentos tendremos al sol como acompañante de viaje y que lo hará junto con todo ese calor que suele añadirse a su presencia. Pero el pensamiento cambia de asunto cuando viene el momento de cavilar acerca del calzado ¿lograrán resistir mis pies los 35 kilómetros que quedan por transitar el resto del día? Ya dudo de todo, así que lo mejor es persistir centrado en los alicientes de la ruta, como podría ser el almuerzo, algo importante cuando únicamente se tiene una galleta en el estómago, un asunto de haber negociado dos minutos más de sueño a las 5 am y permitir que el resto del grupo acabara con las provisiones matutinas. La vida es dura en el campo, comienzo a comprender.
            Un día antes la situación era otra: iniciábamos el camino de trashumancia en Soria, la capital de la región. El cielo estaba cubierto de nubes -queriendo incluso organizar una tormenta- y no andábamos por caminos rurales, sino en plenas calles, donde el sonido de tráfico y gente había sido sustituido por el sonido de cientos de cencerros; las plazas no estaban habitadas por familias, como suele pasar un viernes cotidiano, sino por el enorme rebaño de 1200 ovejas. La policía intentaba controlar el momento, Eduardo y otros pastores gastaban sus gargantas en las cañadas creadas por los edificios de la ciudad y entre todo esto había una gran dosis de alegría: en pleno siglo XXI estábamos viviendo una escena medieval, trashumantes de toda la vida compartiendo espacio y tiempo con un territorio urbano contemporáneo. Había sed, por caminar y por gritar, algo que hizo que el pacharán (una bebida alcohólica producida a base de endrinas) apareciera ya en las conversaciones.

            Pero regresando al segundo día, justo a las 10:15, aún no escucho la palabra almuerzo. Esta gente de campo tiene estómagos resistentes. Pero el tema no me preocupa mucho ya que estoy en plena conversación con Eduardo, el pastor de ese millar y poco más de ovejas. Sesenta años de edad y trabajando en esto desde que era un adolescente. Ha llevado a sus animales desde su pueblo natal, Los Campos, hasta tierras de Ciudad Real (Extremadura) durante casi medio siglo, año con año. Una vida dura que no sólo le hace recorrer cientos de kilómetros, sino que además lo separa de su familia durante seis meses, cuando está lejos de casa pero cerca de la hierba fresca que necesitan las ovejas durante los meses fríos. Pero para no ahondar en esto de estar lejos de casa mejor busco otro tema, algo de política y economía española, asunto que espabila –y cabrea, nunca mejor dicho- hasta a un trashumante.
            A mediodía la ruta parece ser interminable y el ritmo constante de los cencerros hace discurrir el tiempo en una monotonía que ayuda a no pensar en nada más. Casi mejor: las montañas ya se encuentran frente a nosotros –habrá que subir a ellas- y el calor aún no termina de asentarse plenamente. Pero también es el momento para continuar las charlas comenzadas alrededor del pacharán la noche anterior, ya sea con un periodista danés con más de 7 décadas de vida y tan fuerte como sus propias ganas de vivir esta aventura, o con María José, una vivaz doctora gallega que ayuda a niños a salir delante de enfermedades poco comunes, y Santi, un andaluz afincado en Galicia, quien sabe ir bien acompañado de la historia y las lecturas, un asunto que por supuesto amenizó nuestro camino mientras escoltábamos el deambular de las ovejas a través de la cañadas reales por la que andamos en cada momento, pertenecientes a una red de caminos trashumantes que fueron regulados por Alfonso X el sabio en 1273. Santi sabía todo esto.

            Ellos tres no se dedican a la vida pastoril, por supuesto, son personas que voluntariamente han venido a vivir en primera persona este oficio de campo en continuo movimiento, realizando turismo que denomino nómada. Para mi son viajeros que no piensan en hoteles todo incluido, sino en experiencias completas cercanas a la piel del sitio al que han decidido transitar unos días. Y aquí estamos todos, acompañando a Eduardo, uno de los dos últimos trashumantes que quedan en Soria, un oficio sacrificado y milenario que la industria está haciendo (y logrando) desaparecer.

            18:18. No había visto el reloj en todo el día. Una larga cuesta –con una escala para comer migas de pastor y otros platillos muy comunes en la vida de campo española-, el constante calor y el estar inmerso en lo que significa una jornada de pastoreo, me hicieron olvidar que existía algo más allá. Llevamos 30 kilómetros desde que despertamos y ya es notorio que todos hemos reducido la velocidad al caminar, incluidas las ovejas. Pero el saber que uno está viviendo la propia historia de un trabajo migratorio aporta la energía para dar pasos extras. La historia no sólo son trozos de piedras antiguas, son también momentos que se mantienen hasta el presente.
            A lo largo del día he tenido tiempo y razones suficientes para flaquear y abandonar. Son muchas horas y el esfuerzo, repartido en cada una de ellas, comienza a escasear, sobre todo cuando llevo más de 12 horas andando. El día anterior me motivaba el pacharán para llegar a la primera escala; ahora pensar en Eduardo y en todos los trashumantes que han realizado esta misma ruta, año tras año, siglo tras siglo, me hace no tener la desvergüenza de salirme del camino. Él y Mieli van cerca de mi, están viviendo los últimos momentos del recorrido que los ha traído desde Ciudad Real. Un tándem donde el compañerismo es más que necesario. Y lo que veo en ellos es que tienen muchas dosis de ello.
            7:00 hrs del último día del recorrido. Creo que caí desmayado por el cansancio la noche anterior. Ya no hice ningún apunte, salvo algunas fotos de los últimos momentos de la tarde, cuando desde lo alto de la sierra vimos el pueblo de Los Campos, la casa del pastor. Las ovejas habían llegado a la tierra prometida, donde les espera un verano un poco menos exigente que el de más al sur. Les habían asegurado buenos campos de hierba y ahí estaban, frente a ellas, en una tarde perfecta, con una luz que intensificaba las sombras en su andar, buscando el mejor sitio para descansar y comer.
            Al mediodía entrábamos todos al pueblo. El pastor, los viajeros que lo acompañamos durante tres jornadas y por supuesto, Mieli y las 1200 ovejas. No hay calles para tantas, y mucho menos con toda la gente que se ha aglutinado en ellas: los vecinos, muchos de ellos hijos y nietos de pastores trashumantes dan la bienvenida al rebaño y a nosotros, nobles turistas agotados hasta el último centímetro de nuestros cuerpos, pero eso sí, con un ánimo intacto, reafirmado.      Después de contarlas una a una, sí, a las 1200, es el turno de la fiesta, un momento para que las tradiciones no caigan en el olvido: la música, la comida y las conversaciones de gente de campo me dan el mejor souvenir que puedo llevarme, un trozo vivo de la historia española. También me llevo, no puedo dejarlo de lado, unos pies sumamente agotados.
            Termino el viaje casi cuatro meses después. He regresado a Soria para ver partir a las ovejas. Aquellas suaves montañas que estaban verdes en primavera, están ahora vestidas de otoño. Es momento de desandar el camino y volver a transitar medio territorio español, como ya lo han hecho ellas mismas otros años, como ya lo han hecho decenas de generaciones desde tiempos medievales… y anteriores.

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