Si existe un mirador natural para asomarse a la realidad mediterránea es, sin duda, esta ciudad del sur francés. Es europea pero también podría ser del norte africano… aunque pensándolo bien, es simplemente Marsella.
Inicio mi viaje en Barcelona, ciudad que también vive de cara a este litoral europeo por el que han transitado fenicios, cartagineses, romanos y algunos otros que ahora se me escapan. Lo hago en tren, con la idea fija de no ceder mi asiento: tengo la ventanilla y pienso asomarme al paisaje durante las 5 horas que dura el trayecto de los modernos trenes de alta velocidad de Renfe-SNCF, los cuales acortan los tiempos y provocan que el viaje entre España y Francia se asemeje al de trasladarse entre los barrios de una ciudad.
            Junto a mí se sienta una mujer con su hijo, son marroquíes: ella habla árabe y el niño se dirige en francés a su padre; detrás escucho catalán y dos asientos más adelante, italiano. Por la ventanilla se asoman paisajes boscosos que saben resistir largos períodos de sequía. En las diferentes estaciones donde paramos, veo personas provenientes de diversos rincones de la región: algunos del sur europeo, otros del norte africano. Esto es vivir el Mediterráneo.
Primer contacto
En la estación de Saint-Charles de Marsella decido tomar un taxi con dirección al puerto. Podría ir en metro, pero la idea de rodar por las antiguas calles de esta ciudad me seduce más. Buena idea porque aproveché para conversar con el chofer, aunque hablaba muy rápido. Me enteré que sus padres son de Argelia; que él nació en Marsella y pese a la forma en que sobrevivimos a su manera de conducir, creo haber escuchado que lleva muchos años en este trabajo.
Tengo hotel reservado pero, de igual forma, le pido que me deje al pie del Vieux-Port: quiero sentir que he llegado por mar, como hicieran aquellos fenicios, cartagineses o romanos que se me adelantaron varios siglos, aunque también puedo intentar revivir lo que los padres del taxista experimentaron al estar por primera vez del otro costado del mar que los separa, o los une...
En este mismo lugar nació la propia ciudad hace 2600 años y, quizá, sigue siendo el centro de la vida marsellesa. El paisaje representa la escenografía perfecta de un puerto mediterráneo, donde cientos de embarcaciones esperan los días del sol de verano para partir con rumbo a las esquinas escondidas de la costa. Decenas de restaurantes con terrazas enmarcan la escena, justamente al pie de una muralla de edificios que miran el mar pero contienen, al mismo tiempo, aquello que sucede ciudad adentro.
Por momentos creo conocer la ciudad, tal vez por la reciente serie llamada Marseille, en la que Gérard Depardieu hace el papel de alcalde, pero también podría ser por alguna de las 478 películas que se han rodado en los últimos 10 años. Ocupa el segundo lugar como set de cine, después de París, claro. Sin embargo, hay ciertos rasgos que aún huelen a nuevo y que comparten espacio con la rutina normal, como el largo techo de 1000 metros cuadrados llamado Miroir Ombrière --obra del arquitecto británico Norman Foster--  que se localiza en el puerto, a un lado de los pescadores que venden día a día los productos recién cosechados en el mar. Así es Francia, logra que estas mezclas sean un asunto cotidiano y sencillo.
Montmartre mediterráneo
La Marsella más antigua se ubica en una zona que podría asemejarse al bohemio barrio parisino de Montmartre. Se trata de Le Panier, un puñado de calles que suben y se retuercen hasta que consiguen extraviarme. Olvidadas durante muchos años y descubiertas por los propios habitantes de la ciudad hace prácticamente pocas horas –y sí, propagadas también por la fauna de los hipsters--, podría decirse que es un sitio trendy. En las mismas calles donde vivió Napoleón se pueden encontrar ateliers de artistas contemporáneos, y en ese mismo laberinto --que conserva su esencia canalla, de barrio multirracial-- hay espacio para tiendas vintage, terrazas bohemias y restaurantes que logran fusiones culinarias que mantienen a mi paladar bastante entretenido. Aquí no hay recomendaciones puntuales de dónde ir, lo mejor es descubrirlo sin llevar ninguna guía en la mano.
            Aunque la tendencia del trazado de este barrio es dejarlo a uno ahí dentro, intento llegar al mar para acercarme a esa piel nueva que tanto he escuchado desde el año 2013, cuando Marsella fue Capital Europea de la Cultura. Logro que mi mapa y las callejuelas lleguen a un acuerdo: me extraviarán una calle a cambio de avanzar con rumbo a mi destino, que no es otra cosa que un moderno complejo compuesto por dos edificios y vigilados por un antiguo fuerte.

Uno de estos edificios está dedicado al diálogo con la cultura local de la región, a través de conferencias y exposiciones: se trata de Villa Méditerranée, diseñado por Stefano Boeri. El otro es una enorme pieza arquitectónica de corteza marítima de cemento, llamada MuCEM (Museo de las Civilizaciones de Europa y del Mediterráneo), creado por Rudy Ricciotti y Roland Carta. En poco tiempo se convirtió en el sitio más visitado de la ciudad, sobre todo por aquellos interesados en conocer un edificio de vanguardia y acercarse al patrimonio cultural del Mediterráneo, mediante las distintas exposiciones que ofrece el MuCEM.
Para salir del sitio lo habitual sería dirigirse a la puerta principal, pero conviene hacerlo desde la propia azotea, donde un largo puente cruza un brazo de mar y conecta con el Fuerte de Saint Jean. Lo primero que me recibió allí fue un espléndido trabajo de arquitectura de paisaje con vegetación local y, posteriormente, un regalo visual con vistas de 360 grados a toda Marsella, incluido el mar, la zona de Le Panier, la impresionante Catedral de Santa María la Mayor, y el inmenso puerto alfombrado de embarcaciones. Lo que no lograba ver era la obra de Le Corbusier: otro de los caprichos que me habían hecho venir a esta ciudad.
Rumbo a la ciudad monumento
Ahora sí me trasladé en metro. Únicamente dos líneas componen la red de este transporte, lo que facilita llegar a cualquier lugar sin perderse bajo tierra. Después utilicé un autobús, asunto que me gustó porque me permitió ver Marsella más allá de la zona céntrica donde los turistas solemos quedarnos. Aquí la ciudad luce grandes bulevares y edificios actuales: faceta normal de una metrópoli en la que la gente vive sin encontrar visitantes de otros lugares, salvo aquellos que están buscando la Cité Radieuse (Ciudad Radiante): pequeño barrio vertical ideado por el arquitecto suizo Charles-Édouard Jaenneret-Gris, o Le Corbusier como se le conoce.
Para visitar este edificio --que  puede ser una pequeña ciudad o también un monumento francés, además de formar parte del Patrimonio de la Humanidad de la UNESCO desde julio de 2016-- voy acompañado de un especialista que la Oficina de Turismo ofrece a quienes desean conocer el lugar.
No obstante que se trata de sólo un edificio, realmente se está visitando un barrio completo, creado entre 1947 y 1952: sus pasillos se llaman calles y, a través de ellos, se recorren las 337 puertas de cada uno de los departamentos que conforman el inmueble. Conociendo uno de ellos se puede comprender la forma en que el arquitecto entendía el mundo moderno, todo dentro de un gran bloque de 17 pisos, 137 metros de largo y 24 de ancho. En esas mismas “calles” se encuentran las tiendas que abastecían esta ciudad --carnicería, panadería, supermercado, librería, farmacia, etcétera— y, en la parte alta, en la  azotea misma, se halla la escuela, con el cielo mediterráneo como frontera. Si se desea, se puede correr en una pista que rodea el techo. Uno de los departamentos funciona como hotel, en caso de que se quiera explorar esta obra más allá de las 2-3 horas que dura el recorrido normal.
            La última etapa de mi viaje por esta ciudad-resumen del Mediterráneo la dediqué a deambular, lejos de cualquier mapa que me quisiera recomendar algo: sólo me guiaría por lo que Marsella me fuera sugiriendo. Un kebab de almuerzo --¡¿por qué no?!-- en alguna esquina plena de tráfico; una caminata vertical hasta llegar a las vistas desde la Basílica de Notre-Dame de la Garde (imprescindible llevar pulmones en condiciones, o tomar el tren turístico); comer en el restaurante Le Poulpe –sitio de comida orgánica de ingredientes locales con todo el concepto mediterráneo metido en cada bocado— ; transitar por los barrios de Belsunce, Noailles y Thiers con el propósito de saborear esta ciudad de contrastes, de contradicciones fascinantes, de combinaciones que podrían ser impensables; ideas que suceden cuando se logra mezclar, tal vez experimentar y dejar que fluya todo, asunto que de alguna forma terminé cenando en el Bistro du Cours, donde el menú impreso no existe ya que depende de lo que se encuentre ese mismo día en el mercado.
 Cada día es distinto, se inventa, hay hallazgos, se combina. Así es la propia carta de Marsella.
Así se publicó este reportaje en National Geographic Latinoamérica:

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