La carretera se abraza a rutas imposibles. Son caminos angostos en los que me encuentro de frente con conductores acostumbrados a viajar en pocos metros de anchura. Pero yo tengo algo que ver con esto. Me aparté de las rutas principales para visitar rincones que no se mencionan en la guía oficial. El mapa me acompaña, pero realmente he optado por seguir las sugerencias del paisaje. No tengo hora fija para llegar a un sitio determinado. Supongo que la espontaneidad no conoce de agendas y, además, estas tierras forjadas durante muchos siglos sabrán tenerme paciencia en mi libre deambular.
Autenticidad total
El paisaje que se observa desde la ventanilla del coche está pletórico de olivos. Cada uno tiene encima varias decenas de años, incluso siglos, aunque es cierto que, entre ellos, hay generaciones más nuevas. Tenía la información --como otras tantas que uno carga y no se sabe cómo llegaron-- que la región de Jaén es una de las más grandes productoras de aceite de oliva a nivel mundial. Nunca imaginé que, para producirlo, era necesario cubrir montañas y valles con miles de árboles octogenarios –o mayores aún. Asunto de la industrialización, sospecho. Aunque al recorrer los breves poblados, casados con el paisaje con una naturalidad que sólo la da el tiempo, y conociendo la cocina mediterránea, es evidente que se trata de algo más que un negocio: forma parte de la historia y de la identidad de este territorio por donde ha caminado, ciertamente, un puñado diverso de culturas.
Esta travesía la inicié en la sierra de Cazorla, aunque su nombre oficial es tan largo como la propia belleza del lugar: Parque Natural de las Sierras de Cazorla, Segura y Las Villas. Si hablamos de tamaños, se trata del mayor espacio protegido de España y el segundo de Europa. Además, es una Reserva de la Biósfera y Zona de Especial Protección de las Aves. Independientemente de las condecoraciones, mi recorrido por el parque no fue tan extenso como lo dictaban mis intenciones: no por escasa condición física, sino porque para disfrutar un sitio como éste hay que aplicar el moderno término de slow travel y no llevar ningún tipo de prisa. Me dediqué a seguir el río Borosa para llegar al punto de su nacimiento, asunto que no concluí pero recibí, en cambio, una alta dosis de paisajes, algunos, incluso, para vivirlos desde lo alto, sobre todo en una serie de pasillos colgados de las rocas, con el panorama y el río literalmente a mis pies.
Al salir de la sierra e ingresar por carretera al Valle del Guadalquivir, quedé rodeado de aquel mundo eterno de olivos. A plena tarde conversé con un ceramista que no sólo da formas a la tierra, sino que también sabe tallar el momento, la plática, y cuestiones poco saludables como las relacionadas con la política. Se le conoce como Tito y es uno de los herederos del oficio de la alfarería que se realiza en la región desde el Neolítico. La cultura ibérica y la musulmana dejaron fuertes huellas en la técnica y el estilo, al igual que los tiempos barrocos, pero Tito sabe imprimir también la actualidad. Dentro de su taller, repleto de piezas que se descuelgan por cualquier rincón del local –enorme, por cierto--, trabaja momento a momento con su propia familia, todos originarios de la ciudad que les proporciona la materia prima y la inspiración: Úbeda.
El Renacimiento impactó fuertemente esta ciudad. Aunque también lo hizo con su alma gemela, la ciudad de Baeza, localizada a muy pocos kilómetros. Eran tiempos de bullicio para un país joven. Los musulmanes fueron expulsados tras 781 años de residir en España, lo que dio espacio para que recomenzara todo de nuevo. Fue tal la fuerza de ese momento en las dos ciudades que, incluso después de cinco siglos, aún se reconoce su empuje. Hace pocos años, ambas ciudades fueron declaradas por la UNESCO como Patrimonio Cultural de la Humanidad y, desde entonces, están más de moda que de costumbre. Yo iba tras el rastro de Joaquín Sabina, debo aceptarlo. Él es originario de Úbeda y mi búsqueda obedecía a la necedad intrínseca de todo fan: conocer su casa, un familiar, algún rastro… No encontré nada salvo un bar con decenas de fotos del cantante, pero en el trayecto me topé con una ciudad rebosante de arquitectura, sobre todo en la larga Plaza Vázquez de Molina. Ya en camino a Granada, lo que iba a ser una parada momentánea en Baeza, se convirtió en un día extraordinario. Es evidente que para pasear por el siglo XVI a plena calle, se requiere de tiempo.
Esplendor rojizo
Entre decenas de vasijas, platos y olor a tierra, alcancé a preguntarle a Tito dónde podía encontrar rastros árabes en su ciudad, y él, con esa sorna andaluza, me despachó con una sólida frase: “¡Tú te vas ahora mismo a Granada!” Después, más serio, citó a Machado: “Todas las ciudades tienen su encanto, Granada el suyo y el de todas las demás”. Y ahí estoy, obediente y puntual con la hora de apertura para adentrarme al Palacio de la Alhambra. No hay mejor sitio para vivir ese largo tiempo árabe de la península. De hecho, está considerado como el mejor ejemplo de la arquitectura árabe fuera de su lugar de origen. No obstante, hay un dato que me desconcierta: se terminó de construir en el siglo XIV, a pocos minutos prácticamente de que los Reyes Católicos expulsaran al mundo musulmán de la península: por lo visto, la “Ley de Murphy” también funciona con la historia.
Alhambra significa “castillo rojo”, un tono que le otorga la arcilla roja utilizada en la construcción de los edificios del gran complejo. El color resplandece sobre todo en los primeros o últimos momentos de sol. Esto, al parecer, lo saben todos los turistas, y lo tuvieron claro artistas como García Lorca, quien resolvió el asunto con la siguiente frase: “¡Con qué trabajo tan grande deja la luz a Granada!”. Cualquier posible terraza que funcione como punto de observación está habitada por despiadados viajeros que la fotografiarán hasta el último megabyte, y en esos momentos se entiende el dicho que repite toda la ciudad: “… no hay mayor desgracia que ser ciego en Granada”. Es difícil caminar por los distintos edificios de la Alhambra y no pensar en los momentos de oro que vivió el califato, o detenerse en la ornamentación geométrica y dibujos arabescos a los que el propio Escher sucumbió y, de hecho, aplicó en gran parte de su trabajo. También lo dejó más que explicado en sus escritos, al revelar que una de las fuentes de inspiración más fértiles que había bebido, era la Alhambra.
Además de ser un refugio para el alma, esa fortaleza roja tuvo una intensa vida política, vigilada en algunos tiempos hasta por 40 mil soldados y donde –se dice-- los Reyes Católicos recibieron a Cristóbal Colón antes de encontrarse con el Nuevo Mundo, del otro lado del océano. Para visitar el sitio hay que reservar con tiempo: todos quieren estar ahí, y con justa razón. El arquitecto italiano Paolo Marconi entendía ese aglutinamiento de forma sencilla: “La industria de Granada es su belleza”.
Caminos blancos
Los caminos sinuosos encaramados en la sierra me invitan nuevamente a pasear por ellos. Dulce masoquismo turístico que me acerca a espacios naturales donde ahora encuentro un poco más de alternancia entre los olivos y los rincones llenos de vida rural, que parecen esconderse de la vida agitada del resto del mundo. Se trata de un universo aparte, una Andalucía que vive del otro lado de la Europa moderna.
Conforme recorro la región de Huelva, encuentro al paso de la carretera pequeñas salpicaduras blancas --inmersas en un verde mediterráneo--, que van tomando forma de pueblo en tanto me acerco a ellos. El tono blanco lo otorga la cal: un intento por protegerse del calor del verano, por momentos calcinante. El blanco es su defensa, pero también su atractivo. No dudo que muchos viajeros terminen seducidos por esos paisajes níveos, aunque tampoco encuentro en sus calles corrientes de turismo que roben el ambiente genuino que, al parecer, resguardan desde tiempos romanos.
Hay que ser organizado. La carretera está dispuesta a llevarme a todos los pueblos de la región, pero ya no tengo tiempo ni gasolina. A veces basta asomarse desde lo alto de las antiguas torres de vigilancia del período árabe, para obtener vistas de la trama de calles y tejas que componen cuadros abstractos o postales perfectas de la Andalucía clásica. Zahara de la Frontera es ideal para conocerlo desde las alturas. También hay otros poblados, como Grazalema, que invitan a vivirlo desde su intimidad. Se trata de un puñado de calles que no aumentan en tamaño con el tiempo, aunque sí acumulan siglos de existencia.
Los pequeños bares en las plazas, o el ritmo de una España profunda, dan pie para comenzar el plan de abandonar la Tierra y convertirse en un heredero más de una vida que sabe ir de la mano de la historia, la naturaleza, y de un reloj holgado de tiempo. Sé que no puedo alejarme sin antes visitar la ciudad de Ronda, alguna vez un pueblo blanco de dimensiones pequeñas, pero que se hizo mayor al apilar edificios de gran belleza, como el Palacio del Rey Moro, o el Puente Nuevo, uno de los más conocidos de toda Andalucía, con más de 250 años de edad viendo pasar las aguas del río Tajo bajo su alto porte. También hay espacio para vivir un icono español desde sus entrañas, a plena plaza de toros, la más antigua de todo el país, o bien volver a la carretera y buscar esos toros en su propio hábitat, en esa naturaleza tan mediterránea. Yo opté por lo segundo, mientras reventaba el radio del coche con el cante gitano-morisco de El Cigala.
Azul placer
Moscatel en mi mesa y, a mi alrededor, dos decenas de barricas llenas del deleitoso vino. A un lado de la copa, tortilla de patatas, pimentones y pescaíto frito. Una situación inmejorable y, más andaluza, imposible. Este santuario gourmet es un clásico para muchos directores y artistas durante el Festival de Cine de la ciudad. Pero también lo es para quienes buscamos devorar Andalucía en un solo viaje. La ciudad donde me encuentro es Málaga, y el paraíso convertido en taberna se llama “El Pimpi”. A pocos pasos de ahí se localiza la casa natal de Pablo Picasso y, más cerca aún, el Museo Picasso, con algunas de las más de 33 mil obras que realizó a lo largo de su vida. Desde ahí, una corta excursión me lleva hasta el Alcazaba: otra herencia musulmana que tiene el don de regalar muy buenas vistas a la ciudad, el puerto y el Mediterráneo. Ese territorio azul está habitado por varias de las playas más famosas de Europa, y si se aprovecha que las autopistas recortan las distancias, también se puede conocer mar más allá de la Costa del Sol y encontrarse con riberas inexploradas por el turismo masivo. Mi destino eran, sin duda, las largas y solitarias costas de Huelva, sobre todo, en torno al histórico Faro de Trafalgar, pero hay que saber darse espacio para conocer el lujo en vacaciones: Marbella y Puerto Barnús son sus mejores momentos.La ostentación en traje de baño, asoleándose en yates modelo enorme, o en playas semiprivadas que acompañan el descanso al ritmo de DJs de moda y de la alegría andaluza, que no sabe vivir sin ser genuina. También probé la vida cotidiana de los andaluces frente al mar en medio de los chiringuitos de Fuengirola, y en el pueblo de Mijas me encontré nuevamente con otro de aquellos caseríos blancos, sólo que las panorámicas
Fin de ruta con Tito, el artista de Úbeda. Me sentó en el torno y me pidió que moldeara en arcilla mi travesía por su Andalucía. Contraataqué al realizarle un retrato fotográfico que logró resumir mi impresión del sur de España en un solo gesto: la sencillez de un carácter proveniente de su profunda historia.