Hay que subir armado de equipo. El casco, ropa especial, lentes y esquís pueden no sugerir mucho de lo que se encuentra debajo de todo aquello. Pero la sonrisa que se escapa desde el fondo de esos trastos deportivos simplemente revela que hay  una persona entusiasmada por subir a los Alpes lo más alto que se pueda, y después descender a punta de deslices. También se requiere aparentar paciencia mientras se sube de manera mesurada, no obstante que los modernos funiculares y teleféricos escalan sin ningún esfuerzo una inclinación que no se detiene hasta llegar a un par de miles de metros de altura, ahí donde el viento y el frío intentan inútilmente que se desista de la aventura. Sin embargo, tienen frente a sí una dura competencia: los paisajes, las pistas que se integran a ellos, y una emoción contagiosa. El siguiente momento se detiene entre un fuerte suspiro y un alma aventurera que tomará el mando de las operaciones pocos segundos después de haberse asomado a lo más profundo del valle, en tanto que la vista se sentirá afortunada de poder percibir, de primera mano, la osadía de vivir en una postal en activo.
Zaha siempre en las alturas
Para poder jugar con la nieve, hay que seguir varios pasos. Primeramente, llegar a Innsbruck, asunto que solucionan los vuelos provenientes de las principales ciudades europeas, o bien hacerlo vía férrea. Ambas opciones aseguran vistas a todo el paisaje alpino que rodea esta ciudad tirolesa. Después habrá que elegir un hotel, tema que no presupone ningún dolor de cabeza ya que la ciudad es de tamaño manejable y la calidad de los alojamientos está asegurada al existir la convicción  de que uno es mejor que el otro. Para quienes prefieren un hotel céntrico,  ubicado a pocos pasos de la estación ferroviaria, que tenga calidad y no descuide la insaciable petición del paladar, de querer probar los mejores sabores de la zona, entonces convendrá hospedarse en uno de los clásicos de Innsbruck, el Grand Hotel Europa. Me hago de la habitación 409 con vistas a la montaña y la estación de trenes y, en la planta baja, se encuentra el renombrado restaurante que el hotel atesora.
            El siguiente paso suele ser más complicado: los esquís quieren estar en activo. Sin embargo,  la historia de la ciudad seduce con todo aquel largo momento de los Habsburgo y mi alma callejera entrará en activo, deseando encontrar todo aquello que no estaba buscando pero quería conocer. Para no caer en el desatino de alegrar a uno y dejar en el desencanto a las otras dos posibilidades, opto por la dialéctica y elijo a Zaha Hadid. Para ello me dirijo al edificio de los congresos, justamente al lado del Palacio Imperial, y ahí me topo con una de las primeras piezas de vidrio propuestas por la arquitecta, creada, al parecer, por la fricción del viento y la nieve. O, por lo menos, eso trata uno de interpretar cuando se encuentra frente a un edificio construido con toda la libertad que Zaha Hadid suele permitirse. Se trata de la estación inicial del funicular de Hungerburgbahn  pero, a la función real, se le adelanta la simbólica, y en ese intervalo quiere estar Innsbruck: es montaña, pero también vibrante ciudad.
Después de recorrer cuatro estaciones del funicular --todas ellas diseñadas por la arquitecta Hadid--, el centro de la ciudad se queda atrás rápidamente  y en menos de veinte minutos, con ayuda del teleférico Innsbrucker Nordkettenbahnen, me ubico a 2256 metros de altura, con panorámicas que se asoman con ánimo de volar hacia toda la ciudad, cara a cara con los Alpes. Aquí la normalidad consiste en observar tomar pista --desde aquellos miles de metros de altura, en el sitio conocido como Hafelekar-- a unos esquiadores que algunos  los consideran experimentados, y otros los llamamos insensatos. Como sea, la cadencia con la que bajan la pista Karrine, con 70 grados de inclinación --una de las de mayor desnivel de Europa--, sugiere que se lo toman de forma muy placentera. La cordura, en cambio, nos lleva a muchos otros a gozar las vistas de Innsbruck, al mismo tiempo que a comer algo en el restaurante Alpenlounge Seegrube,  lugar del que difícilmente se podrá salir sin haber saboreado el Gröstl mit Spiegelei  y el Apfelstrudel, que no son otra cosa que un plato de estofado con papás --clásico del Tirol--, y uno de los postres más tradicionales de la repostería austriaca. También se puede reservar tiempo para tomar el sol alpino o practicar snowboard o freestyle en el Nitro Skylinepark, un espacio que fusiona naturaleza, aventura y juventud. Yo más bien me dejo guiar por mi espíritu nocturno y decido esperar a que las pistas se iluminen artificialmente y todo se mueva al ritmo de un par de miles de vatios de buena música. No obstante, quienes necesitan más ritmo y bailes sin esquís, pueden visitar, en el mismo Skylinepark, un iglú que ha olvidado las tareas que su estirpe ejercía al transformarse en un lounge donde los cero grados rondan la atmósfera, pero pocas veces el ánimo.
A dos pies
El aroma es de esquís. Innsbruck ha dado cobijo a tres Juegos Olímpicos (1964, 1976 y 2012)  y se puede decir que cuenta con uno de los repertorios de pistas y actividades invernales más completos de Europa. Pero hoy traigo puestos zapatos normales y me paseo a plenas calles de Innsbruck. No llevo casco ni lentes para esquiar, ni algún otro objeto que signifique deporte. Cargo ese mapa que más bien parece el tatuaje que delata a los turistas, aunque pronto lo intercambiaré por el manual de la glotonería, el cual me lleva velozmente a un micro universo dedicado a vender embutidos regionales. La tienda se conoce como Sperkschwemme y su encargado ocupa casi los dos metros cuadrados con que cuenta el local. Por cierto, es uno de los negocios más antiguos de la ciudad. Esa brújula de las percepciones, combinada con la suerte, me conduce hasta Held, un rincón encargado de darle vida a los sombreros más tradicionales de Austria, que llevan el afligido aunque también orgulloso emblema de pertenecer al último taller de este tipo en todo el país. Un sombrero puede costar 800 euros, lo cual deja claro que no es un lugar para buscar souvenirs, pero el momento de atestiguar la forma en que nacen los sombreros, en un taller bañado de tiempo, queda impregnado en mí como ningún otro invento turístico lo lograría jamás.

Todos los caminos de la antigua Innsbruck desembocan en la vida de los Habsburgo. Maximiliano I, emperador romano germánico, uno de los personajes más importantes en la historia de Europa, lo fue también para esta ciudad. A finales del siglo XV comenzó a tomar forma el Palacio Imperial de Innsbruck, al que su familia, por cierto, consintió a lo largo de los siglos. Los esquiadores  no sortean aquí los accidentes geográficos, sino una rica colección de muebles de época y una serie de pinturas que dan rostro a uno de los imperios que marcaron el rumbo del Continente durante largo tiempo. Pero donde la historia y la emoción confluyen, sin duda, es en el cenotafio de Maximiliano I que se ubica en la Iglesia de la Corte: 28 esculturas que me hacen sentir pequeño en tamaño e importancia social. Son personajes de la realeza europea, cercanos al emperador, realizados bajo sus órdenes con la intención de que rodearan su tumba vacía. Una obra que más que guardar sus restos, pretendía convertirse en legado artístico de la humanidad.
Desde ese mundo imperial deambulo por las callejuelas medievales hasta llegar a un pequeño universo que centra toda su magia en los orujos y otros aguardientes, y donde Herby, su dueño, no se detiene en su propósito de que pruebe todos ellos. Antes de comenzar a marearme, logro identificar que el local se llama Culinarium, un hábil movimiento ya que pienso volver a este rincón gourmet, que también funciona como pequeño bar, o como tienda, aunque Herby mismo no sabe si en realidad se trata de un estupendo punto de reunión. No conviene que me exceda con los orujos porque quiero recorrer uno de los sitios clásicos de la ciudad: la Maria-Theressien-Strasse. Funciona como calle, como eje central de la ciudad, y como el lugar que los turistas --y muchos de los 30 000 estudiantes que viven en Innsbruck-- eligen para pasear e ir de compras. Esta calle tiene su origen en el Arco del Triunfo (construido en honor de la boda de Leopoldo II), y termina en el punto donde todo mundo, inevitablemente, hace una fotografía: el Tejadillo de Oro, un edificio que integra el gótico y el barroco, construido también por Maximiliano I en su afán de enaltecer este rincón tirolés.
Una vez que el laberinto medieval hace perder la orientación a cualquier mapa, el plan ideal es reubicarse nuevamente desde lo alto de la Torre de la Ciudad, uno de esos baluartes que siempre tienen el tino de ofrecer las mejores panorámicas. Sin embargo, desde este mismo lugar pude conocer un moderno competidor: el restaurante Lichtblick, localizado en la parte superior del moderno centro comercial Rathaus-Galerien, diseñado por el arquitecto Dominique Perrault. El restaurante no ha dejado de estar de moda durante los diez años que lleva de vida. Mi paladar y mi vista lo certifican: se encuentra rodeado de las montañas nevadas que componen el Valle del Inn, donde se ubica el río del mismo nombre, el cual, en tiempos medievales, se cruzaba a través del puente que una pequeña villa construyera para proseguir el camino por esta zona del Tirol. Ello atrajo dinero y, además, el Puente del Inn --de donde se genera el nombre de Innsbruck--, ayudó a que la villa se transformara en ciudad. Lo excepcional de este puesto de observación radica en que cuando uno termina de comer no tiene que abandonar las alturas, ya que a un lado se encuentra el Bar 360 grados. Así de claro: vistas completas a toda la ciudad, aunque su nombre no especifica que el ambiente es tan relajado que pasar la tarde completa en este lugar es algo muy posible.
Jugando en el paisaje
Ahora sí, todo el equipo de esquí que he traído no piensa quedarse en el hotel. Él mismo me toma de los brazos y me sube a uno de los autobuses gratuitos conocidos como esquí-bus, que me llevará a alguna de las nueve estaciones que rodean la capital de los Alpes austriacos. En menos de 30 minutos me encuentro a bordo del funicular Olympia Express, subiendo hasta lo más alto de la estación olímpica Axamer Lizum. A 2343 metros de altura es inevitable que me detenga en el restaurante panorámico Hoadl Haus, un sitio que ofrece platillos de primer nivel, acompañados de las montañas nevadas del entorno como si se tratara de un centro de mesa. Después vendrá el momento de tomar camino hacia esa postal viva, alternando pista con pequeños austriacos que no superan una década de vida, u otros tantos que acumulan hasta siete de ellas.
Todo esto es normal. Los austriacos y, sobre todo, los tiroleses, consideran la nieve como parte vertebral de su vida. Menos mal, muchos meses del año conviven con ella. Pero esa naturalidad la saben contagiar a quienes los visitamos. No es un asunto de lujo, es un tema de deporte, de salud, y de convivencia con la naturaleza. “Es calidad de vida, no vida lujosa”, me comenta un hombre de 60 años que sube las montañas sin la ayuda de ningún funicular, para después lanzarse en plenos esquís. Esa frase la confirmo en las pistas de Kühtai,  cuando un niño de cuatro años no sólo me rebasa sino que lo hace al ritmo de la música que va interpretando. También la recuerdo cuando formo parte del equipo de wok (Bobsleighing) junto con tres niños y su madre, bajando todos en forma disparatada a 110 kilómetros por hora durante más de 1270 metros de longitud, subidos en un artefacto que sólo había visto en la televisión y al que consideraba apto sólo para locos. Donde todos aceptan cierta perversión es al referirse a aquellas personas que se dedican a volar por el cielo y luego  aterrizan, una y otra vez, impulsados por la idea de flotar eternamente por encima del paisaje. Se trata de deportistas que se lanzan desde el trampolín de saltos, aunque, siendo sincero, cuando conocí la rampa que diseñara la arquitecta Zaha Hadid, me llené de todas aquellas intenciones que me llevarían a deslizarme por ese momento de paisaje, arquitectura y deporte. Pero, fue imposible, la pista de Bergisel sólo recibe competiciones durante el Torneo de los 4 Trampolines que se celebra los primeros días del año, reservado únicamente para profesionales.
Sin embargo, todo este mundo de nieve que engloba Innsbruck --a la que han llamado Olympia Skiworld--, no se detiene en los 300 kilómetros de pistas de esquí, sino que, además, se toma espacio para conformar un abanico de opciones que abarca siete snowparks; varios kilómetros para practicar esquí de fondo y, desde luego, viajes a toda velocidad encima de un wok. Pese a este largo menú de ofertas invernales, me propuse conocer la vida rural de las aldeas que rodean la ciudad de Innsbruck. Se trata de pequeños paraísos que salvaguardan la vida tirolesa como un gran tesoro, pero con la conciencia de que la vida moderna también los atrae: las viejas granjas todavía funcionan y conviven sanamente con aquellas que convirtieron su interior en modernos departamentos.  Y es dentro de una genuina taberna de pueblo de Lans, la Wilder Mann, entre platillos tradicionales que suenan a Rucolaschaumsuppe o Tiroler Schlutzkrapfen, donde recuerdo los trazos modernos de Hadid y Perrault, compartiendo espacio con aquella sombrerería y esos orujos elaborados aún con la paciencia del tiempo, e intuyo que este rincón austriaco no sólo tiene claro que la historia y el deporte pueden compartir un mismo lugar, sino que también cuenta con una visión que se siente cómoda al unir vanguardia y tradición.




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